(Antonio Serrano Santos) La “ mística del comunismo” se parece bastante a la mística del  cristianismo. El comunismo no es un fin en sí mismo;  es un estado previo hasta lo que, en teoría, se llegará al paraíso comunista. Es decir, a la igualdad total entre todos los ciudadanos en la que todo será de todos, sin propiedad privada. Al principio del Cristianismo  “todas las cosas eran comunes, vendían sus bienes y los repartían entre los necesitados”, he ahí otro  parecido. Sólo el Estado, en ese “ paraíso”, será el único propietario, que se encargará de regular las relaciones entre ellos. Es lo que llamaríamos la escatología o final perfecto conseguido pero en un orden totalmente materialista, humano y social, como promesa cumplida de felicidad humana. Pide como condición, al menos, en sus orígenes, la lucha de clases para quitar todo lo que se oponga a su ideología, incluso con la violencia. Ese era el peligro de contaminar de marxismo radical la “Teología de la Liberación”, olvidando el sentido martirial, testimonial, de amar hasta a los enemigos,sufriendo la violencia más que provocarla, como Jesús, en la  “lucha”por la liberación del pecado, de la injusticia; no la eliminación del enemigo. Como la mística cristiana, se reduce a la esperanza de alcanzar ese paraíso social.  Por eso se llama mística por ser una pasión o adhesión entusiasta hacia una ideología o doctrina que se han idealizado.
Salvando la violencia y la intolerancia a otras opciones distintas, que ya, prácticamente, no existen, es un intento digno de respeto; es una coincidencia y  una asimilación de la mística espiritual  cristiana, en sentido literario, aplicado a lo social y humano, nada que ver con la mística cristiana. Hasta ahora no deja de ser una utopía, por lo que la frase combativa, ya no tanto, contra la mística cristiana“ la religión es el opio del pueblo”, se puede aplicar perfectamente a la mística comunista que con la esperanza del paraíso comunista, hace prevalecer la comunidad sobre el individuo, anulándolo,si es preciso, en aras de alcanzar ese paraíso comunista. Con esa frase, se acusaba a los cristianos, católicos sobre todo,  de adormecer las conciencias con el señuelo del Paraiso, del cielo,para no hacer nada, no “ luchar”, por la justicia, los pobres, porque lo único importante es salvarse, llegar al cielo, salvar las almas, descuidando los cuerpos y sus necesidades. Conseguir el cielo era, entonces, como conseguir ese estado final de felicidad, pero espiritualmente.

Las dos místicas coinciden en la esperanza pero no en todos los medios a usar. El cristianismo, la Iglesia, tampoco es un fin en sí mismo, es también un estado previo hasta alcanzar lo que llamamos Paraíso, felicidad total de cuerpo y alma, y no descarta en absoluto la “lucha” pacífica, a veces hasta con el propio martirio o sacrificio personal, por la justicia y el bien material, humano y social de la sociedad. El ejemplo de tantísimos cristianos, hasta los casos de curas” comunistas”, la Teología de la Liberación, encíclicas de los Papas como la famosa “Rerum Novarum” en defensa de los derechos de los trabajadores, calificada de comunista, etc. Son buena prueba de ello.

Pero la diferencia esencial de ambas utopías, porque lo son las dos, es que la cristiana trasciende lo puramente material, renuncia a la violencia, es más, la acepta en sí misma, sin odio y por puro amor. El hombre, y todo lo que le rodea, no es sólo materia. Y la felicidad tampoco se reduce a la vida terrenal que siempre acaba con la muerte ni satisface plenamente. Admite la existencia del espíritu y su tendencia instintiva a una felicidad superior, después de la muerte,aunque también corpórea con la resurrección de los cuerpos, basada en el ejemplo de Jesucristo, de su vida, enseñanzas y en el cumplimiento de sus profecías sobre la permanencia y actividad de su Iglesia como el medio eficaz para  “luchar”por la justicia y la paz en la tierra mientras camina con la esperanza puesta en el Cielo. Mientras lucha por conseguir ambas metas, claro que es una gran utopía porque nunca lo conseguirá plenamente mientras viva en la tierra, pero se convierte en realidad, realidad que, en parte, ya se va cumpliendo con el ejemplo y vida y milagros, desde Jesucristo hasta los santos de todos los siglos.

La esperanza cristiana no es una ilusión ni un opio del pueblo; es la fuerza motriz que empuja constantemente a tantísimos, tanto a permanecer en la Iglesia, como a otros no creyentes, incluso enemigos acérrimos, a unirse a ella.