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(Antonio Serrano Santos)  Papa Francisco: Palabras de este evangélicamente revolucionario Papa Francisco. Exactamente igual que su Maestro Jesús de Nazaret. Como Francisco de Asís, el inspirador de su vida y de su magisterio papal. El de “¡Cuánto me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres!”. Y, para asombro y escándalo de los que siempre hemos defendido, algo cobardemente, el “ Dad al César lo que es del César y a Dios, lo que es de Dios”, continúa, audaz: “ La Iglesia debe entrar en la gran política”. Porque ni la Iglesia debe ocupar el puesto del César, ni el César el de la Iglesia. Ese ha sido el error histórico y la desviación del Evangelio. Pero sí, ambos, deben coincidir en algo que es común a los dos: los derechos humanos que, para la autoridad civil, se basa en la justicia, y para la Iglesia, se basa, además de en la justicia, en el valor divino de lo humano, por lo que a la justicia añade la misericordia.
         Hemos visto su imagen sosteniendo una pancarta grande donde se pedía acoger a los refugiados que huyen de la guerra y del terror: musulmanes, sirios, iraquiés cristianos que han abandonado sus casas y sus tierras, asoladas, y parientes y amigos masacrados, asesinados, crucificados, violados, cientos y miles. Mujeres, ancianos, niños…Sin que tenga mucho eco en los medios occidentales, cómodos en su pereza y autosatisfacción, sin defensa ni de los movimientos feministas contra el trato humillante de las mujeres y los niños y niñas, ni de los políticos “ progresistas”, ni de derechas ni de izquierdas. Su gran preocupación, mientras estos infelices mueren ahogados a cientos en el mar, o de hambre y sed, o de dolor y pena, es ganar las elecciones, pactar o no “ contra natura”.
             Cierto que entre ellos se cuelan violentos, prohiyadistas, delincuentes; pero esos los hay también entre nosotros, los que no necesitamos refugio; y la labor de las autoridades es detectarlos, detenerlos, pero no, por eso, impedir darles refugio. Ni aceptar a todos sin control, que es lo mismo. Pero no negar a ninguno lo que es de justicia y misericordia  el refugio, el calor humano. El Papa mismo ha acogido a familias enteras en la zona vaticana y recomienda a todos los cristianos lo hagan, y a los conventos, monasterios y parroquias que los alojen.
               La “ gran política” de la que habla el Papa, y no la simple política, en la que debe entrar, también la Iglesia, es el derecho y el deber de todo cristiano, que son Iglesia, de defender los derechos humanos, la justicia igual para todos, la protección de los pobres, de los desauciados, de los sin techo; de denunciar el excesivo lujo y consumismo; de oponerse a las políticas del capitalismo salvaje, de defender la vida en todas las circunstancias; oponerse a la explotación de los trabajadores, de la discriminación por la raza, la nación, el sexo o la religión.
              Y todo esto desde el respeto a las leyes justas del Estado o Gobierno que debe ser laico, no laicista y perseguidor disctatorial de las ideas y prácticas de la religión, cualquiera que sea, si son también ellas respetuosas con las leyes y la convivencia pacífica sin querer imponer esas ideas o crencias o costumbres de sus países de origen.
                   La “ gran política” no es la política de partidos, de apoyar a unos más que a otros, de imponer la religión, sino de “ ofrecer” a la libre aceptación sus enseñanzas y normas de conducta moral tanto a los crfistianos como a los que no lo son. Si ha habido en la historia de la Iglesia, como ocurrió en todas las religiones, imposiciones a niveles particulares o nacionales, es un error que ya se va corrigiendo en la nueva actitud y trayectoria de la Iglesia, desde el Concilio Vaticano II y con los últimos Papas, sobre todo con el Papa Francisco, de espíritu franciscano.
           Este artículo, en vísperas de las elecciones, que nos llama a reflexionar, hasta legalmente, prohibiendo toda campaña, es eso: una reflexión nada más. Es así, una especie de campaña en defensa de los derechos humanos que, para los cristianos ( la Iglesia) tienen un valor más que humano: divino.