EL JESÚS DE LA HISTORIA Y EL CRISTO DE LA FE (SÁBADO SANTO. ESPERANDO LA RESURRECCIÓN)

Hay quienes dicen que el Cristo de la fe no tiene nada que ver con el Jesús de Nazaret. Que es un invento. Una falsedad o mentira que oculta la Iglesia, su inventora. Antes de entrar en materia, tengo que reconocer que estos “descubridores” de la falsedad muestran un interés encomiable, un ingenio a prueba de sutilezas, y, muchos, una sincera manera de exponer, con lo que ellos dicen pruebas, su teoría. Lo de mentira no me gusta porque supone querer engañar, con malicia. Me gustaría más que dijeran que están equivocados los que defienden lo contrario. Como no debemos suponer que ellos mienten y quieren engañar.
Dicho esto, a mí me entraron ganas de participar en este tema a raíz, sobre todo, de la lectura del primer tomo de ¡Jesús de Nazaret”, del Papa emérito y gran teólogo, Benedicto XVI. Es como el colofón de sus más de doscientas obras publicadas, como ésta, a todos los idiomas. Todas, teológicas, algunas de carácter apologético y de entrevistas con periodistas ateos, agnósticos, teólogos no católicos y otros intelectuales. Pero este teólogo se distingue por la humildad de sus exposiciones, admitiendo, aun siendo Papa, en especial en su “Jesús de Nazaret”, que le pueden contradecir y que no es un acto magisterial.
Y, antes de seguir, me vais a permitir unas frases, entresacadas de su libro, muy aclaratorias, sobre el tema que nos ocupa. Para, después, hacer un breve comentario, dada su extensión, no demasiado grande, de su texto. Digo comentario, que no demostración. Sería una gran osadía, por mi parte, competir con este gran teólogo admirado por teólogos, incluso no católicos de los que toma algunas opiniones, y de otras religiones:
“Este libro sobre Jesús… es fruto de un largo camino interior. En mis tiempos de juventud- años treinta y cuarenta- había toda una serie de obras fascinantes sobre Jesús: las de Karl Adam, Romano Guardini, Franz Michel Willam, Giovanni Papini, Daniel Rops, por mencionar algunas. En ellas se presentaba la figura de Jesús a partir de los Evangelios: cómo vivió en la tierra y cómo- aun siendo verdadero hombre- llegó al mismo tiempo a los hombres a Dios, con el cual era uno en cuanto Hijo. Así, Dios se hizo visible a través del hombre Jesús y, desde Dios, se pudo ver la imagen del auténtico Hombre.
En los años cincuenta comenzó a cambiar la situación. La grieta entre el “Jesús histórico” y el “Cristo de la fe” se hizo cada vez más profunda; a ojos vistas se alejaban uno de otro. Pero ¿qué puede significar la fe en Jesús el Cristo, en Jesús el Hijo de Dios vivo, si resulta que el hombre Jesús era tan diferente de como lo presentaban los evangelios, lo anuncia la Iglesia?. “La figura de Jesús, en la que se basa la fe, era cada vez más nebulosa…” A mismo tiempo, las reconstrucciones de este Jesús… se hicieron cada vez más contrastantes: desde el revolucionario antirromano que luchaba por derrocar los poderes establecidos y, naturalmente, fracasa, hasta el moralista benigno que todo lo aprueba y que, incomprensiblemente, termina por causar su propia ruina. Quien lee una tras otra algunas de estas reconstrucciones puede comprobar enseguida que son más una fotografía de sus autores y de sus propios ideales que un poner al descubierto un icono que se había desdibujado. Por eso ha ido aumentando entretanto la desconfianza antes estas imágenes de Jesús; pero también la figura misma de Jesús se ha alejado todavía más de nosotros.
Como resultado común de todas de todas estas tentativas, ha quedado la impresión de que, en cualquier caso, sabemos pocas cosas ciertas sobre Jesús, y que ha sido solo la fe en su divinidad la que ha plasmado posteriormente su imagen. Semejante situación es dramática para la fe, pues deja incierto su auténtico punto de referencia: la íntima amistad con Jesús, de la que todo depende, corre el riesgo de moverse en el vacío.
Y termina, el entonces Papa, esta parte del prólogo, con gran humildad: …en cuanto me era posible, he intentado presentar al Jesús de los Evangelios como el Jesús real, como el “Jesús histórico” en sentido propio y verdadero. Estoy convencido, y confío que el lector también pueda verlo, de que esta figura resulta más lógica y, desde el punto de vista histórico, también más comprensible que las reconstrucciones que hemos conocido en las últimas décadas. Pienso que precisamente este Jesús – el de los Evangelios – es una figura históricamente sensata y convincente.
A partir de aquí yo me atrevería a aconsejar, si me lo permiten, y esto podría ser un reto a su sinceridad e interés por saber la verdad, no sólo por buscar la falsedad o mentira, que leyeran, al menos, este primer tomo de “Jesús de Nazaret” donde sí ya se desarrolla su pensamiento y “pruebas” para demostrar lo que afirma en el prólogo: que el Jesús de los Evangelios es una figura “sensata y convincente”. Que el “Jesús histórico es el mismo que el Cristo de la fe”. Para los creyentes puede aclarar sus dudas y afianzar su conocimiento y fe en Jesús. Para los defensores de lo contrario, al menos, la aportación de datos “históricos”, geográficos, arqueológicos, y de personajes coetáneos, y otras muchas reflexiones, les puede hacer ver o, al menos, dudar, de la realidad de esas reconstrucciones de sólo unas décadas sobre Jesús.
Los que niegan al Cristo de la fe y admiten, y con dudas, al Jesús de Nazaret, como un puro hombre ¿qué esperan al morir, porque tienen que morir como todos? ¿Qué nos ofrecen, a cambio? La razón fría. La nada, después de la muerte y algo peor que la nada. La desesperación.
Quitadle al pueblo la religiosidad popular, el querer “revivir” y ver a Cristo, su Dios, sufriente, como él; el querer verlo vivo y “andar”, con esos “pasos”, al suave vaivén de su blanca túnica, como el Cautivo, al que hacen “andar” por la tierra, como ellos, no por la mar, como dice Machado; y en el que tienen puesta su esperanza para pasar por el dolor de este mundo y llegar a la paz y al amor de su Dios, con María Santísima y todos sus seres queridos.
Nuestra vida es un sábado santo, esperando la resurrección.