¿DÓNDE ESTÁ DIOS?

¿Dónde está Dios? Cuando el holocausto nazi, cuando la injusticia se extiende por el mundo, cuando las catástrofes, los terremotos, las muertes de inocentes, las guerras fratricidas, y las epidemias… ¿Dónde estaba Dios?
De rodillas en el campo de exterminio de Auschwitz, el Papa se preguntaba: ¿Dónde estaba Dios?
¿Dónde está? Me pregunto, también, yo. Y me contesto a mí mismo: En el centro mismo de la vorágine del mal.
Cuando los nazis, en represalia, diezmaban a los presos, es decir, por cada acción, boicot o atentado de la resistencia, escogían a diez de ellos para fusilarlos. En una ocasión de éstas, el jesuita Maximiliano Kolbe pidió ocupar el puesto de uno de los presos elegidos, un padre de familia que, al final, fue liberado. Aceptaron y lo dejaron muriendo de hambre en una celda. Con una inyección letal acabaron con él. Este preso liberado estuvo, después, en la canonización del padre Maximiliano.
Ahí estaba Dios.
Cuando los más pobres entre los pobres, en la India, agonizaban en las calles entre ratas, Madre Teresa los recogía, los acariciaba y ayudaba a morir con una sonrisa. Los leprosos y los niños abandonados los lavaba, daba comida, casa y creaba jardines para ellos y vivía como ellos en la pobreza extrema. Mereció el Premio Nobel de la Paz y la Concordia.
Ahí estaba Dios.
Cuando el terremoto de Haití, el tsunami de Japón, las inundaciones, el atentado del 11M en Madrid y de las Torres Gemelas, surgieron del mundo entero voluntarios, donantes de sangre, colectas generales y ayuda de todo el mundo. Solidaridad, consuelo y amor.
Ahí estaba Dios.
Cuando todos abandonan por temor al asalto de los terroristas en tantos partes del mundo, los misioneros, religiosos y seglares, se quedan con los pobres hasta morir con ellos.
Ahí estaba Dios. Y también la semilla del Diablo. “Por envidia del Diablo entró el pecado en el mundo. Y, por el pecado, la muerte”.
Cuando miro, sonriéndole, a los ojos de un niño, siempre me responde con otra sonrisa. Siempre. En esos ojos y en esa sonrisa, también está Dios.
Cuando Nano, mi perrillo de catorce años, me mira fijamente a los ojos, con esos suyos que me adoran, y me pide caricias, le digo:” ¡Nanillo!, ¡qué viejos estamos los dos!”. Me lame las manos con increíble sumisión y cariño como comprendiendo y compartiendo mis sentimientos. Sé que daría su vida por mí. A su ama le muerde la mano para sacarla del agua en la playa, no sea que le pase algo.
Ahí estaba Dios.
En la sombra del árbol que me protege del sol, en las aguas cristalinas que apaga mi sed, en el mar que refresca mi cuerpo y da peces a los pescadores, en los arreboles del atardecer y de la mañana, que se despide y luego nos saluda, en el fuego que calienta, en la flor que seduce con su aroma y su color y en las estrellas que embellecen el cielo de la noche.
Ahí también está Dios.
Parece que el dolor existe para provocar el amor. En un mundo bastante insensible para la bondad, la misericordia, el compartir y salir del egoísmo, necesita que el mal llegue a sus puertas, a su entorno y hasta sus entrañas, con su tremendo eco que despierte su sordera y abra los ojos al mundo de dolor y miseria que le rodea.
El misterio del dolor es también un misterio de amor.
Y no es sensiblería, ni panteísmo, ni fanatismo religioso. Y, si no está en todo esto, ¿puede alguien explicarme qué otra explicación tiene el dolor y en qué otro sitio mejor puede estar Dios?