LOS ESCÁNDALOS DE LA IGLESIA CATÓLICA

Antonio Serrano Santos

Quisiera estar en lugar de los que, sin fe y, de los que, con fe, pero con buena voluntad, porque no les gusta sus escándalos, atacan tanto a la Iglesia. Y conocer y comprender sus razones, que sé que no les falta, muchas veces. Excluyendo a los que, con malicia, lo hacen, pienso que es pura ignorancia de la historia “real” de la Iglesia, de sus enseñanzas y de su misión.

He visto en Facebook tantos comentarios, muchos, insultantes, soeces, sin ánimo de esperar respuestas y, cuando se las dan, con toda clase de datos y explicaciones, o ya no contestan, o sacan otros temas parecidos. Como los jóvenes alumnos, desinformados, acosan de preguntas sin esperar ni quererlas, las respuestas, por cierto, intento de acorralar al profesor, sobre todo, cuando éste no es de su agrado por lo que dice o por cómo es. Exactamente igual que con la Iglesia. Y así, interminable. Un comentarista dijo a alguien que, si una de las víctimas fuera familiar suyo, pensaría de otro modo. Cuando ese “alguien” le demostró que en su familia se había vivido esa experiencia, y que no por eso había cambiado su modo de pensar: que no todos son pederastas ni la Iglesia es cómplice. Ni los oculta. Todo lo contrario. Ciertos miembros, sí, ya destituidos. Se quedó mudo. No contestó. Ni siquiera se disculpó. No hay un verdadero deseo de verdad, sino de desahogo de su fobia, a veces, irracional sin el más mínimo margen de presunción de inocencia en muchos casos. Y no sólo para los casos de pederastas, que no tienen disculpas, sino de otros muchos casos distintos. He respondido a muchos, pero en este artículo intento responder, con toda humildad y claridad y sé que, así y todo, de poco servirá. Puede que, a algunos, sí, y eso será motivo suficiente que justifique este artículo. Gracias.

Los cristianos (católicos, al menos) bien formados, no se extrañan ni se escandalizan, farisaicamente, de esos escándalos, lo que no quiere decir que los disculpe, ni que no les duela, y mucho, y se sientan tristes y avergonzados por los escándalos de los católicos, sobre todo, de los consagrados, sacerdotes y religiosos. Ni basta que la Iglesia haya destituido a los culpables, a los encubridores, obispos incluidos, ni haya indemnizado a las víctimas, ni haya entregado a las autoridades a los responsables y haya cortado de raíz el escándalo, por ahora, como ninguna otra institución o religión ha hecho. Y a las que casi nadie acusa.

Porque desde el principio del cristianismo, empezando por dos de los discípulos de Jesús, Judas y Pedro, ya empieza a verse la fragilidad humana de la que están hechos los miembros de la naciente Iglesia hasta hoy. Judas, por traidor y ladrón, y que no amaba a su Maestro. Pedro, por miedo a la muerte y falta de la fuerza que da la fe. Pero amaba tan profunda y sinceramente a su Maestro, que le siguió, desde lejos, mientras los demás huyeron despavoridos, y hasta sacó la espada en su defensa. Pero la actitud de su Maestro de no defenderse, lo desarmó. Todos habían afirmado que estaban dispuestos a morir por Él. Y lo decían de verdad. “El espíritu está pronto, pero la carne es débil”, les había advertido antes Él. “Vigilad y orad para no caer en la tentación”. Pero no hicieron caso y se durmieron, mientras su Rabí se “sentía solo (“quedaos aquí conmigo”) y triste hasta la muerte”. ¡Cuántos se duermen, y no oran, ni vigilan y caen en la tentación del abandono, del escándalo, de la traición!

La Iglesia no está formada por ángeles, puros espíritus, libres de pecados y debilidades. Dios, Jesús, escogió a hombres. Y sabía de lo que eran capaces de hacer. La dotó de medios suficientes para conseguir el fin que se había propuesto: llevar hasta el último punto de la tierra y de la Historia de la Humanidad su presencia y su salvación, la fe y su imitación y seguimiento como modelo de hombre, como Dios humanado que entra en la Historia acompañando y viviendo todas las vicisitudes del hombre, de dolor, alegría, muerte y esperanza de resurrección y vida eterna.

Escándalos ha habido y los seguirá habiendo. Mientras el hombre sea hombre. Pero también hay y habrá buenos y santos cristianos. Pecadores y arrepentidos, santos que casi nunca pecaron y católicos practicantes y no practicantes, pero se dicen católicos. La Iglesia no es como muchos piensan: el Papa, los obispos y sacerdotes. Somos todos los bautizados, con más o menos fe y práctica. De doce, al principio, hasta los más de mil quinientos millones extendidos hoy por todo el mundo. Que no la cantidad los garantiza, sino la calidad. Muchos quisieran que los no muy buenos cristianos, y los malos, desaparecieran, no estuvieran en la Iglesia. Pero olvidan lo que se profetizó del bondadoso Jesús: “La caña cascada no la acabará de quebrar. La mecha que aún humea, no la apagará del todo”. Por poco que quede de fe en un alma, por poco que haya de bondad en su corazón, Dios, Jesús, ama tanto a los hombres, a los pecadores, que tiene la paciencia de esperar a que se conviertan, y los llama: “Venid a Mi todos los que estáis cansados y agobiados y Yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de Mi porque Yo soy manso y humilde de corazón. Y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. Los dirigentes religiosos de su tiempo, como muchos a lo largo de la historia de la Iglesia, enseñaban con soberbia y les temían todos; amenazaban y hablaban más del temor que del amor a Dios y de Dios. Más infierno que cielo, más castigo que misericordia. Por eso dice Jesús “no temáis porque soy manso y humilde de corazón”. “¡No tengáis miedo- decía Juan Pablo II- abrid vuestro corazón de par en par a Cristo!”. “¡Vosotros, jóvenes, sois la esperanza de la Iglesia y del mundo!”. Tantas veces a sus discípulos, asustados, en algunas ocasiones, Jesús les decía: “No temáis, soy Yo”. Una monjita, humilde e insignificante, es hoy la santa más grande de los tiempos modernos. Tuberculosa a los 24 años, murió diciendo: “¡Dios mío, ¡yo te amo!”. Y en sus escritos dejó estas palabras asombrosas, dejando caer ya el lápiz, sin fuerzas: “Si yo tuviera todos los pecados que se pueden cometer en el mundo, me abrazaría a Él con el corazón destrozado, pero no confiaría menos en él”. “No es porque Dios me ha librado del pecado mortal por lo que yo me elevo a Él por la confianza y el amor…”. ¿Entonces, qué es lo que le mueve a esa confianza?: Que Dios es el Amor misericordioso.