(Francisco Javier Zambrana Durán – Alhaurín de la Torre)
Eran las 6 y media de la mañana. Eva se había despertado con el despertador del reloj de deportes. La luz iluminaba la habitación al completo, y su marido, acostumbrado ya a ello, se encontraba con la cabeza hundida en la almohada. Como cada domingo del mes de enero, tocaba entrenar, tocaba salir a perseguir la gloria de poder estar en forma y cosechar unos 101 de Ronda una vez más.
Desafiando los límites del cansancio, se levantó de la cama, con legañas, ojos pegados y alguna que otra sensación de malestar en el tobillo derecho. No quiso creer que aquello fuera a causarle problemas, pero tampoco se hizo especiales ilusiones. ‘‘Hoy será un día tranquilo, no meteremos mucha caña’’, se dijo.
A sus 43 años, y después de más de 5 años practicando el ciclismo y la carrera en la montaña, sabía bien que aquel que madruga recibe la ayuda en forma de tiempo. Así pues, se planteó la siguiente media hora tal y como siempre lo había hecho, es decir, con un café bien cargado y un par de tostadas. Intentando no hacer mucho ruido para que su pequeña Alicia no se despertase, encendió la televisión y dejó el canal de los deportes, donde varios reportajes sobre motocicletas copaban la programación.
Pese a que no supiera distinguir entre lo que diferenciaba las Superbikes de las MotoGP, le entretenía ver ese tipo de disciplinas. Mientras mojaba en el café una magdalena que había sacado del mueble, no pestañeó viéndolas. Ante todo, lo que más le fascinaba era ver cómo aquellos corredores se caían y volvían a levantarse como si nada, cuando, en realidad, se habían partido un hueso. ‘‘Y así fue como Jorge Lorenzo consiguió hacerse con la victoria en esta victoria en Austria en agosto del pasado año, superando todas las adversidades previstas’’, puntualizaba el comentario de las imágenes.
Eva entró al salón y cogió su mochila. Volvió a la cocina y la llenó con dos bocadillos que había dejado ya preparados la noche anterior para evitar tener que hacerlos por la mañana. La dispuso sobre la mesa, añadió agua al bidón que tenía de 1 litro, pensando en que en la Fuente de la Piedra podría parar a rellenar más cantidad si era necesario, se colocó la ropa y los guantes en cuestión de minutos, y abrió la puerta.
Algo le dijo que el frío que hacía no podía ser normal. Su reloj, de última generación, le marcaba los grados. Cinco y medio. Mientras se ajustaba el casco sobre su cabeza, giró la vista y vio su preciosa Scott de color rojo. Aquella bicicleta valía lo mismo que el sueldo medio de un español en ese momento. Pero había ahorrado con todo lo que tenía para poder disfrutarla, y, ya que había podido comprarla, era el lujo de sus 40. Así lo dispuso ella desde el día que la compró, un viernes de lluvia en el que tuvo que esperar a que las borrascas desaparecieran para poder estrenarla a la semana siguiente.
Casualidad o no, el cielo estaba encapotado. Durante estos momentos de enero, la lluvia puede llegar en cualquier momento, y eso lo sabía perfectamente Eva. Como geógrafa, tenía conocimientos sobre todo tipo de aspectos relacionados con la meteorología. Sin embargo, en ocasiones parecía querer dejarlos de lado y obviarlos en cierto modo para que las cosas tomasen otro camino. Especialmente, aquella mañana de domingo no quería que lloviera, ya que había pasado dos semanas parada a causa de las fiestas navideñas. Había tenido poco tiempo para poder disfrutar sus hobbies, pese a que el ser profesora no le ocupase demasiado en esas fechas. Por ello, nada podía ir mal, y si lo iba, lo obviaría.
Antes de ponerse en peligro, claro está, decidió consultar la AEMET la noche anterior. La probabilidad de lluvia rozaba el 20%, cosa que, obviamente no iba a dejarle apartada de disfrutar. Además, las horas más puntas serían entre las 12 de la mañana y las 1 de la tarde, es decir, cuando ella ya habría llegado a casa después de una ruta exhaustiva.
Como cada ocasión en la que salía, colocó el agua en el lugar de la bicicleta que le corresponde a ello. Dio tres pasos antes de pasar la puerta y echó la llave. Guardó en la mochila esta y el teléfono móvil y se colocó el cortaviento en lo alto de las dos mangas largas que llevaba. En el instante en el que se subió sobre los pedales, la perspectiva volvió a cambiar. Sintió que se hacía fuerte, que tenía la capacidad para comerse el mundo, tal y como llevaba sintiéndose años.
Desde la urbanización de Retamar, donde vivía, partió por el carril bici, observando a lo largo y ancho de la carretera a algunos de los aficionados que habían pensado exactamente como ella. Generalmente, no solía salir acompañada, ya que consideraba que era un momento de relajación, y que era mejor estar sola que mal acompañada en esas horas de despeje semanal. Recibía invitaciones de sus compañeras, a las que más tarde acababa viendo. Cuando las veía, siempre hacía como si fuera a beber agua, en lugar de seguir con ellas. Amaba la soledad, casi como cada deportista la ama a día de hoy.
Por desgracia, cuando perdió el equilibrio en aquella cresta, se arrepintió de no haber aceptado aquella mañana.
Nota: Cualquier parecido con la realidad es una coincidencia. La historia con la que trabajamos es completamente ficticia, pese a basarse en hechos reales de accidentes conocidos por el autor del relato.
Realizado por: Francisco Javier Zambrana Durán (@neyfranzambrana/Francisco Zambrana).
Fotografías de Francisco Javier Zambrana Durán. – Todos los derechos reservados.