(Manuel José Águila) De sol que extiende con su abrazo maternal la luz pura por todos sus rincones acompañando a un cielo infinito, que acostumbra a ofrecer su lado más afable y azul.

De mil y un pueblos pintorescos perfilados por tortuosas callejuelas entre casas bañadas en blanca cal, con balcones desbordados de tiestos que sin orden ni lógica se amontonan mostrando esplendor y exuberancia.

De viejos templos religiosos que desafiantes apuntan con sus torres pétreas desde hace siglos al manto de estrellas que les acuna… y también paganos, derruidos y casi olvidados en el tiempo, que aún parecen querer hablar a sus dioses para rendirles ofrendas.

De mares y océanos, colmados de paz y furia, serenos y de tempestad, que relatan tanto éxito y prosperidad como miseria y muerte, tan radiantes en ocasiones como la más exaltada de las felicidades, tan oscuros y traicioneros en otras como la más terrible y profunda desolación.

De playas amables de arena cálida, de acantilados escabrosos y amenazantes, salpicados de multitud de velas ondeantes al abrigo de sus puertos salvadores.

De manantiales y torrentes cristalinos que alimentan a caudalosos ríos, los que a su vez inyectan vida a los fértiles y extensos campos de labranza, de la misma forma que un corazón eterno y bondadoso alimenta a su cuerpo de arcilla, polvo y grano.

De montañas con nevadas cimas, valles profundos, verdes pastos, frondosos bosques de pino y encina, robles y alcornoques, arbustos y matorrales, de laderas cubiertas de olivo y vid que esparcen el aroma envolvente de sus entrañas, mezclándose alegre y jovial.

De esos múltiples colores, tan intensos como irrepetibles, está formada la paleta que pinta el lienzo de mi tierra.

Ella, tan milenaria como noble, fuente de cultura e historia, de tradiciones y leyendas, tan rancia y añeja como sus mejores caldos, por sus dominios han pasado infinidad de pueblos, sedientos de sus virtudes, ávidos de su inagotable abundancia, dejando involuntariamente lo mejor de ellos y formando con el tiempo, la anciana sabia y venerable en la cual se ha convertido.

A veces me despierto confuso de melancolía, porque hasta en mis sueños la siento distante, sé que ya no estoy a su lado, pero tarde o temprano, sé que un día volveré. De hecho, nunca dejé de irme de forma definitiva, porque sabe que le pertenezco, como ella a mí, es inevitable, como la sangre que corre por mis venas o el aire que tengo en mis pulmones.

Por eso esté donde esté, no importa cuál sea la lejanía ni el tiempo que hace que no la vea, siempre puedo percibir en mi boca el sabor de su salitre, oler la fragancia primaveral del geranio y la amapola, de la tierra seca y dura que yace bajo la viña y el pinar, oir el graznar de gaviotas y  trisar de golondrinas, y en mi rostro, sentir su fresca y vivificante brisa salada que me vuelve a acariciar.

Y eso, sin duda, nunca cambiará.