(Walter Pimienta)  Amigos que no dan y tijeras y cuchillos que no cortan, aunque se pierdan poco importa…

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Hay fiesta en las cocinas del barrio cuando, Pachito, parado en una esquina, hace sonar su pito de afilador y los cuchillos viejos, abandonando su larga convalecencia de oxido y melladuras, gracias al carrusel endiablado de su esmeril de estrellas fugaces, vuelven a recuperar su categoría de cosa familiar irremplazable. Igual ocurre a las dormidas tijeras que, guardadas en alguna gaveta por ahí, perezosas se despiertan con hambre de tela en tanto que la voz de chiflo nos queda retumbando en los oídos como un pájaro perdurable y, en un oscuro rincón intemporal, la espada del bisabuelo dentro de su vaina se tensa y como algo propio de su oficio, reclama guerras civiles, aventuras y combates de libertad. Diariamente, a las diez de la mañana, el silbo de Pachito, como un clarín de gallo, hace recordar a los dueños de los metales cortantes esa irrevocable vocación de músico anónimo que el afilador tiene y que le lleva de barrio en barrio para probar, con la yema de sus dedos, el filo extinguido de sus navajas.

Pachito es un patrimonio legendario y expresivo del barrio donde yo vivo, su carrizo musical de serenata atrasada va y viene sobre sus labios tocando un pentagrama vagabundo pero diciente, rompiendo ese largo silencio natural que dejan las últimas voces de los niños que, apurados, salen para el colegio. Pachito es un “enmudecedor” de pájaros; todos los cantos de éstos están comprimidos en su silbato sereno y apacible. Él hace de su trabajo una jornada poética, él es una costumbre sana del barrio, sobreviviente de un mundo donde los hombres estaban siempre con las manos ocupadas haciendo caso omiso de lo mecánico y lo técnico e ignorando lo artificial como nueva política de vida.

Pachito es uno de esos personajes fabulosos que cabe perfectamente en los cuentos fantásticos de las abuelas; él, con su oficio y su apariencia de organillero acorta distancias e historias ante los ojos asombrados de los niños que quieren cambiar su «Nintendo» por su manubrio o su pito dulcemente humano. Con el primero -el manubrio- girando el esmeril sobre el cuchillo, jugando a ser niños, fabricarían una lluvia de estrellas al alcance de las manos… y, con el segundo, con el pito, descubrirían que la música tiene la propiedad de curar para siempre el peligroso aburrimiento infantil…

Pachito es el Beethoven de los afiladores de cuchillo que aún quedan…