(Francisco Javier Zambrana Durán – Alhaurín de la Torre)
Cuando quise darme cuenta del lugar en el que estaba, no me creí. No iba a creerme en ningún momento. Era tan temprano, un domingo cualquiera, como los cientos que había salido a disfrutar del precioso día invernal, intentando superarme una vez más para mantenerme en forma. Por desgracia, a la vez, era un domingo distinto, en el que mi vida probablemente acababa de cambiar.
Lo que piensa una persona en esos momentos es que la falta de prudencia la ha llevado hacia ese lugar. Lo que pensé yo es que la maldita roca con la que me había topado me había destruido por completo mis expectativas de seguir adelante. El brazo derecho se encontraba repleto de tierra, casi enterado en un agujero que tenía junto a mí. La bicicleta había caído por otro lado, montaña abajo, y probablemente de ella quedaría un manillar, o solo una rueda.
Pero eso no me preocupaba ya. El casco me había salvado de morir en el instante en el que di contra una piedra más dura que cualquier otra. Sí, no opuso resistencia y me quebró mi protección de la cabeza. Partió en varias porciones el casco y me demostró que invertir en uno en condiciones me podía salvar la vida.
Del brazo y las piernas no podía decir lo mismo. Uno enterrado, y el otro al aire libre, pero dislocado. La muñeca me dolía como nunca lo había hecho, y las múltiples marcas de sangre me demostraron que quizá acababa de romperme algo. De momento, no me había movido, y todo lo que veía era porque mantenía la misma postura que cuando aterricé. Por ello, ni siquiera sabía qué me estaba ocurriendo en la pierna izquierda, y por qué no sentía nada pese a verla en una posición muy extraña para una pierna.
Decidí no gritar, al menos mientras no pudiera hacerlo. No tenía apenas aire en los pulmones, y me costaba respirar tanto como me había costado tantas veces al subir hasta La Bola de Mijas. Esta vez, sin embargo, no era porque lo hubiera elegido, sino porque no me había quedado más remedio.
¿Qué podía hacer en esos momentos? Bueno, entre otras cosas, mantenerme lo más quieta posible e intentar no balancearme hacia atrás. Con total seguridad tenía una caída más, así que no me merecía la pena girarme e intentar levantarme para estamparme de nuevo contra la tierra. Pero algo tenía que hacer. No me quedaba una opción que no fuera sacar el teléfono y marcar el número de mi marido, o de quien fuera que estuviera primero en este.
Hice lo que buenamente pude. Mire a mi alrededor, y constaté que no había nada ni nadie. Estaba cerca de las canteras, pero pocas personas podrían encontrarme a menos que me geolocalizasen. La mochila estaba detrás, en mi espalda, todavía colgada y bien sujeta. Con el brazo que tenía libre desabroché el primer agarre, que cedió con facilidad. Luego, el segundo, que repitió exactamente lo mismo que el primero. Me giré, lentamente, avanzando un centímetro cada diez segundos, y cuando llegué a colocarme casi de lado, en una postura fetal, noté como si una tonelada me aplastase el pulmón. En ese instante me percaté de que la gravedad de la caída era mucho peor que un brazo dislocado y un esguince en la pierna. Probablemente, tenía una hemorragia. Tenía una costilla rota.
La maldita geografía me enseñó en mi vida que hay rocas más duras, las primigenias, y otras que son más blandas, ya que se formaron en la era más próxima a los seres humanos en la historia de la Tierra. Contra la que había chocado, sin duda alguna, era primigenia. El golpe había sido tan rápido que ni siquiera pude constatar qué zonas me había dañado. Simplemente cerré los ojos y me aferré a los pulmones, por miedo a que se rompiera una de las costillas, cosa que había terminado pasando según comprobé.
Seguramente, al caer habría perdido el conocimiento, y no tendría reacción alguna. Podrían haber pasado dos horas, o cinco minutos, pero a mí me quedaría todavía un lapso de tiempo considerable en este camino abierto en mitad de Jarapalos. Por suerte, el brazo izquierdo me funcionaba, y me funcionó para sacarme la mochila de la espalda, sufriendo las graves consecuencias de una costilla moviéndose como deseaba dentro de mi cuerpo.
Tenía agua, comida, es decir, barritas energéticas, pero recordé aquella pregunta del carnet de conducir que decía que no se le debía dar líquido ni comida a un accidentado. Era una accidentada, creo que no debía darme nada, por mi bien, por el bien de mi cuerpo. Cogí el teléfono, que era lo único que había aparte de estos líquidos y sólidos, y pude comprobar que estaba quebrado. La pantalla estaba repleta de grietas, hecha trizas. Tenía un agujero en el centro que bien podría haber sido causado por una de las piedras. Malditas primigenias.
Lo apoyé sobre la bolsa. Miré al cielo. De repente, el frío comenzó a llegarme, empecé a sentir algunas de las extremidades, y me moví ligeramente hacia la izquierda para estirar el cuerpo. Las lágrimas llegaron a mis ojos. Estaba atrapada, al borde de la muerte, con miedo, sola, y sin poder contactar con nadie. Si no pasaba un corredor o un ciclista por mi lado en las próximas horas, aquí estaría mi final.
Cerré los ojos. No tenía manta térmica. El frío haría mella en mi cuerpo y terminaría por acabar conmigo. Esperaría media hora más y comería, me daba igual la maldita recomendación de la DGT. Si le hacía caso, probablemente moriría. Y si no, también.
El mundo tomó un color oscuro. Mi diversión se había convertido en mi condena. No sabía qué lesiones poseía, ni siquiera la gravedad que podrían tener a corto o largo plazo. El peso continuaba sobre mis pulmones. El dolor, sobre el brazo derecho, cuyo fin sería nefasto, si es que tenía un fin. Yo seguro que lo tendría.
La melodía del teléfono recorrió el silencio de un Jarapalos repleto de vegetación, pero ausente de vida. Eva abrió los ojos y miró perpleja. El golpe en este le privaba de saber quién estaba llamando, y no podía ver su nombre, pero, por suerte, sí le permitía descolgarlo. El táctil funcionaba. El cristal templado de protector de pantalla le había salvado la pantalla del teléfono. No estaba roto, solo parcialmente rayado.
Nota: Cualquier parecido con la realidad es una coincidencia. La historia con la que trabajamos es completamente ficticia, pese a basarse en hechos reales de accidentes conocidos por el autor del relato.
Realizado por: Francisco Javier Zambrana Durán (@neyfranzambrana/Francisco Zambrana).
Fotografías de Francisco Javier Zambrana Durán. – Todos los derechos reservados.