“NO SOLO DE PAN VIVE EL HOMBRE” (ANTE EL DESCUBRIMIENTO DE LOS RESTOS DE DON MIGUEL DE CERVANTES)

Este artículo debería titularse, más bien, “La importancia de unos restos”. Luego diré por qué.
A un pueblo de Málaga llegaron los restos de un sacerdote que fue el primero que la diócesis de Málaga enviaba a misionar los pueblos de Venezuela. Pionero de los muchos que siguieron su ejemplo a lo largo de los años. Esos restos tardaron diez años en volver a su tierra, Campillos. Se podía decir de él lo de Ramón Cue: “era un poeta que, además, era cura”. Porque sus versos no tienen mucho que envidiar al mismísimo Lope de Vega, por la fluidez de su rima y su ingenio de fondo y forma.
El párroco, relativamente joven, algo displicente, sin malicia, ignorante, seguro, de la personalidad al que pertenecían esos restos, se atrevió a exclamar: “¿A qué vienen ahora esos huesos viejos?” Acababan de entrar en la iglesia con esos “viejos huesos” para una celebración eucarística y unas palabras, en su recuerdo y honor, de un compañero de misión en Venezuela, Don Alberto Planas. Después de sus palabras, alguien, algo disgustado por las palabras del entonces párroco, y deseando dignificar y reconocer la importancia de esos huesos, se atrevió a subir al púlpito y leer un soneto que era la respuesta y glosa a otro que Don José María Campos Giles, el cura poeta de los “huesos viejos”, dedicó a su hermana, después que murió ella, y había ido a visitarlo, recién operado de la vista, y no pudo verla, antes de partir para Venezuela.
Este es el soneto de Campos Giles:
Se me fue con el alba, tan callada,
que no sentí sus pasos, ni su voz.
Cerró la puerta, sin decirme adiós,
sin besarme con su última mirada.
Aunque dejaste mi alma desgarrada,
lloro y beso las manos de mi Dios,
que quiso separarnos a los dos,
para entregarte en luz crucificada.
“¡Cuánto me quiere Dios ¡”, así decías;
y, ahogando tu dolor, nos sonreías
en tu angustiosa y prolongada espera.
¡Mi madre, más que hermana ¡, ya la muerte
no nos separa, porque empiezo a verte
en Dios…dentro de mí ¡y en primavera!
Y éste es el soneto, respuesta y glosa, al de Campos Giles:
¡Bienvenido, Padre Campos!, llegaste
puntual a tu pueblo, en primavera.
Ahora ves a tu hermana, y tu ceguera,
cuando murió ella, fue luz que sembraste.
Sacerdote ejemplar, digo ministro;
poeta y cantor de Jesús-Eucaristía.
“¡Cuánto me quiere Dios!”, ella decía;
y nosotros”, ¡cuánto te quiso Cristo!
Repose tu cuerpo donde naciste
y, al sembrarlo en tierra de Campillos,
siembre la inquietud con que viviste.
Que de Málaga a América saliste,
de laicos y curas, ejemplo misionero,
lleno de amor, luz y poesía… ¡el primero!
Adelanté antes que debería titular el artículo “La importancia de unos restos”. Todos los restos humanos tienen la importancia que les dio el legado, bueno o malo, que dejaron a su paso por la vida. Porque la importancia y semejanza, entre los restos del modesto y verdadero poeta Don José María Campos Giles y los restos del más grande novelista de la Historia, está en la sublimación de lo material, en la elevación del ser humano a las más altas cumbres del espíritu y del pensamiento; en convertir en una odisea lírica el rutinario y prosaico acontecer y obrar de los hombres. Y ambos lo consiguieron en verso y en prosa. Aunque Cervantes llegó a decir que cambiaría toda su obra, sin excluir su Don Quijote, por un buen soneto. No era el versificar su mayor don.
Hay quienes han protestado por el gasto empleado en descubrir los restos de Cervantes. ¿Es que esos restos, al descubrirlos, no nos descubren el espíritu que los animó, y anima, también, nuestro espíritu, elevándolo por encima de lo puramente material? ¿El sueño de Don Quijote de justicia, de honor, de defensa de los débiles, de valorar más la honra que los dineros, la paz, y la misericordia que la venganza, no es también nuestro sueño? ¿No merece un recuerdo y un homenaje y un revivir en nosotros el quijote que llevamos dentro? ¿O es que queremos, al contrario de él, vivir “cuerdos” para morir “locos”, por pura cobardía?
“Porque no sólo de pan (de lo puramente material) vive el hombre”. A lo largo de todo el Quijote hay una corriente, a veces subliminal, de lo humano y cristiano, en una simbiosis tragicómica, que nos conmueve, unas veces, y, otras, nos hace sonreír y hasta reír. Hay quienes han convertido el “pan de cada día” en el único alimento del hombre, dejando hambriento su espíritu del pan de la palabra descarnada, de su contenido inmaterial, espiritual. En consonancia con el gran espíritu cristiano, que no podemos ni debemos obviar, del Quijote, ya dijo Jesús: “La carne para nada aprovecha. El espíritu es lo que da vida. Las palabras que Yo os he dicho espíritu y vida son”. Y a sus discípulos, que le dijeron en una ocasión: “Maestro, come”, les dijo, sin acritud, “Yo tengo una comida que vosotros no conocéis”.
¡Cuánto se gasta, inmensamente más, en gastos superfluos! A los que protestan por el gasto en el descubrimiento de los restos de Don Miguel de Cervantes, hay que decirles, amablemente, como Jesús: “Hay un pan, un alimento del espíritu, que vosotros no conocéis”.