Estos días, en los que buena parte del mundo detiene su rutina para celebrar ritos de distinta tradición, conviven dos realidades que se antojan irreconciliables. Por un lado, los mensajes de fraternidad, compasión y cuidado del prójimo; por otro, un planeta que todavía tolera —y a veces justifica— guerras, exclusiones y abusos en nombre del poder, la economía o la simple diferencia de ideas. Es la antigua paradoja de la humanidad: acariciar con una mano y golpear con la otra.

Las batallas de hoy no siempre se libran con pólvora. A menudo se combaten recortando libertades, degradando el medio ambiente o negando el acceso a necesidades esenciales. El estruendo de las bombas se mezcla con el silencio de quienes pierden su empleo, su tierra o su voz. Y todo ello ocurre mientras coreamos himnos de paz o alumbramos velas por la esperanza.

Quizá la verdadera celebración —sea religiosa, cultural o laica— consista en aceptar el reto de llevar esos valores más allá de la ceremonia: convertir los discursos en políticas que protejan a los vulnerables, cambiar la lógica del “si no es mío, se descarta” por la colaboración y, sobre todo, recordar que cada decisión cotidiana puede sumar o restar dignidad a la vida de otros.

Si las fechas señaladas sirven para algo, que sea para recordarnos que la paz no es una idea devota sino un compromiso concreto; que la justicia no es asunto de templos, sino de calles y parlamentos; que el respeto al diferente es el pilar mínimo de cualquier convivencia. Y que ningún canto a lo sagrado tendrá sentido mientras sigamos sacrificando al débil en altares de ambición o indiferencia.