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(Antonio Serrano Santos) Os aseguro que vendrán días en que querréis ver al Hijo del Hombre y no podréis». Continuó diciendo Jesús.
Pero, hoy, podemos decir: ¡dichosos los hombres de este siglo que podemos ver al Hijo del Hombre en la Sábana Santa de Turín! El cuerpo y rostro de Jesús, su verdadera faz, la de un joven de unos treinta años, que parece haber envejecido, desfigurado por los tormentos y malos tratos recibidos. Mal que le pese al carbono 14, mal aplicado en este caso, y a todos los intentos de negarlo, y por encima, y antes, de todas las pruebas históricas y científicas que lo avaloran, ahí está. Sólo requiere mirarlo. Detenidamente. Con todos los detalles físicos de su pasión, sobre todo en su rostro. Coged el evangelio; abridlo por la lectura de la Pasión, leed y mirad; leed y mirad ese cuerpo, esa cara…Seguid los rastros de la narración; cada golpe, cada latigazo, cada bofetada, los agujeros de los clavos, la sangre que cae y rodea la cabeza de la corona de espinas; la llaga del costado… » Todo está reflejado, al detalle, como en un mapa en el cuerpo y el rostro de Jesús.  Los limpios de corazón lo «verán». Es estremecedor. Es la prueba más grande de su amor. Todos los dolores y miserias de la Humanidad están reflejados y asimilados ahí: en ese cuerpo, en esa cara.     
Tuvo que ser así para «despertar nuestro amor». Para que no nos quede la más mínima duda, no de su existencia (¿ qué  importa ahora su existencia si lo que importa es si Dios realmente nos quiere?) sino de su amor. Ciertamente ese rostro, esos ojos cerrados, esa majestuosidad, cada detalle de su tormento va despertando la admiración y el amor a un Dios, como dice el poeta: » Así te quiero, así te necesito: sufriente corporal, amigo. ¡Cómo te entiendo! ¡Dulce locura de misericordia!¡Los dos de carne y hueso! » Y no quiso dejar su imagen gloriosa, resucitado, sino la que nos demuestra que comparte nuestros dolores y pasión humana. Pero el mensaje de esa imagen es su amor y la esperanza de nuestra resurrección. Podrá negarse la existencia de Dios; podrá negarse la divinidad de Jesucristo. Pero no puede negarse el mensaje de dolor y amor de esta única imagen que será un misterio de dolor, pero también, un misterio de amor.                                 
Cierto que hay diversas formas de conocer y amar, sin que nos quede dudas. Y no siempre tiene que ser evidente física y directamente. Yo conozco que amo por el sentimiento de amor aunque no pueda ver físicamente ese sentimiento de amor, pero es evidente que existe, aunque no lo vea y soy consciente de ello. Y el objeto de mi amor, aunque no lo vea físicamente, también sé que existe. San Pedro, hablando de la fe en Jesús, dice:» …en quien creéis sin haberle visto y a quien amáis sin haberle conocido».           
Dios conoce nuestro modo de conocer y sentir. El se da a conocer a través de la maravillosa realidad del mundo físico. Despierta en nosotros la admiración y , con ella, la gratitud por su bondad y eso es amor. Es un sentimiento por el que Dios se  da a conocer a través de sus criaturas.               
Pero hay otras formas de darse a conocer y amar, directamente, sin intervención de las criaturas. Son experiencias que rozan la mística. Unas más intensas que otras; imprevisibles y por pura iniciativa de Dios. San Agustín en sus «Confesiones», llegó a decir:  «A veces, me haces sentir una dulzura interior que, si fuera completa en mí, sería un no sé qué que no sería esta vida». Es lo que hace desear la otra vida, estar con Dios, superando el miedo a la muerte.             

Hay muchos cristianos de vida sencilla que, sin llegar a experiencias místicas extraordinarias, sienten la presencia de Dios, la paz y la dulzura de su amor, aún en medio de toda clase de pruebas y sufrimientos, y, precisamente, por ellos. Nunca he visto, por poner un ejemplo, personas más alegres que las Misioneras de la Caridad, de la Madre Teresa de Calcuta, que viven entre los más pobres de los pobres, con ellos y como ellos.              

Esta presencia de Dios, en lo más íntimo del alma, haciéndose sentir, a veces llega a traspasar los límites de la capacidad humana y Dios trasciende esos límites, haciéndole capaz de una felicidad que no es de este mundo, de un éxtasis, como los de Santa Teresa de Jesús, trasunto y premonición de la Gloria que, sin su asistencia, la llevaría a la otra vida. Como experimentó San Agustín: …una dulzura interior que, si fuera completa en mí, sería un no sé qué que no sería esta vida». San Pablo, inspirado, dice: «Jamás pasó por la mente o el corazón del hombre lo que Dios  tiene preparado para los que lo aman». Y esa es la causa por la que los cristianos  siempre estamos alegres: por la fe y la esperanza del cielo, de participar del amor y la felicidad de Dios.