(Victorio Magariños) El Código civil español, publicado en el siglo XIX, restringe gravemente la libertad, al imponer al testador que dos terceras partes de su patrimonio se reserven a favor de sus descendientes, y en defecto de estos un tercio o la mitad a favor de los ascendientes, según concurran o no con el cónyuge viudo.

Sigue una tradición arcaica, que se aparta de la romana y de nuestras legislaciones forales, las cuales han acogido sistemas más justos y respetuosos con la voluntad del testador. Así, Navarra y tierra de Ayala, en Álava, en donde rige la libertad absoluta de testar, o el resto del País Vasco y Aragón, en los que existe una amplísima libertad en relación con los descendientes, o en Cataluña y Galicia, en los que la legítima de los descendientes está reducida a la cuarta parte.

El sistema de legítimas del Código civil español se impuso en base a que la libertad destruía la cohesión de la familia, que la legítima favorecía la igualdad y la economía al impedir la formación de grandes patrimonios, y que evitaba abusos con grave perjuicio para los hijos o descendientes. Tales argumentos fueron refutados por los juristas más destacados de entonces. Se contestó que no se concibe que la facultad de disposición de los bienes se admita con amplitud para los actos entre vivos y se restrinja para los actos mortis causa, y que la cohesión debería fundarse en el afecto y ayuda recíproca, que no en expectativas económicas, que inciden negativamente en la formación de los hijos al desincentivar el trabajo y el mérito; que la economía de entonces, basada principalmente en la agricultura, resultaba seriamente dañada al provocar la división de la tierra en parcelas cada vez más reducidas; y que los posibles abusos, excepcionales, no pueden ser la razón de una norma general, pues daría lugar a que una injusticia posible se convirtiera en una injusticia segura.

La regulación del Código civil sobre la legítima sigue vigente en lo sustancial, pese a que la estructura de la familia y el sistema económico han cambiado de modo importante. Los hijos ya no siguen la profesión u oficio de los padres. Ya no colaboran con su trabajo en la actividad profesional de aquellos. Por el contrario, tratan de independizarse lo más pronto posible.

Los avances tecnológicos han dejado a los padres anticuados, y los hijos ya no cuentan con ellos, con su experiencia profesional, que no le es útil. Pero, además, y como consecuencia, tampoco con su experiencia vital; se les considera amortizados socialmente.

Predomina el distanciamiento, el abandono, la disminución consiguiente de los lazos afectivos, el egoísmo. Los hijos, atareados en múltiples ocupaciones y envueltos en el vertiginoso ritmo de vida de nuestro tiempo, suelen desentenderse de los padres en el momento en que más afecto y asistencia necesitan. Las personas mayores, en muchos casos, no tienen otra opción que vivir en soledad, mientras puedan, sin asistencia afectiva ni económica, y luego acudir a una residencia, en la que pierden el contacto intergeneracional y familiar.

Los notarios, ante los que se otorga la práctica totalidad de los testamentos, hace tiempo que observamos el rechazo que los testadores muestran hacia el sistema que les impide disponer libremente de sus bienes, que en la mayoría de los casos se limitan a una vivienda y unos pequeños ahorros para la vejez. Cuando el notario les informa que dos tercios de su patrimonio pertenece a sus hijos, y que, por tanto, no pueden disponer plenamente de lo que con su trabajo han obtenido, exclaman con perplejidad: «pero ¡qué ley es esta!», que es equivalente, a « ¡qué injusticia es esta!».

Incluso en los casos en los que la voluntad del testador coincide con el sistema legal, muestra aquel su extrañeza y rechazo a una ley que deja en la penumbra la generosidad que debiera reflejar el testamento.

Es que la legítima es una cuota ciega que el Estado concede a determinadas personas por razón de parentesco, al margen de la cuantía del patrimonio, de necesidades y comportamientos, que sólo el testador puede valorar, y sin que existan razones de peso para limitar de tal modo la libertad, como veremos. Por lo que resulta un simple privilegio. Una reliquia fosilizada, desde el punto de vista de la Justicia.

Al jurista le corresponde dar la voz de alarma, y proponer un sistema justo. Pero existe una resistencia por parte de algunos a actualizar y equilibrar nuestro Derecho sucesorio, que podríamos denominar querencia a favor de la legítima. Los argumentos que utilizan son: el carácter simbólico de esta, la tradición, la solidaridad intergeneracional y que es un freno frente a una posible captación de voluntad de personas vulnerables.

Del carácter simbólico mejor no hablar, pues salta a la vista su inconsistencia. En cuanto a la tradición como base de una norma carece de solidez si no subsiste un fundamento de justicia, cuya inexistencia ya desvelaron nuestros mejores juristas del siglo XIX. Hoy, los cambios que afectan a la estructura de la familia, antes referidos, hacen que la llamada a la tradición sea todavía más inconsistente y quede en vacío. Por lo que más que tradición se trataría de inercia legal o de pereza legislativa.

En cuanto a la solidaridad como fundamento de una restricción a la libertad de disposición sólo podría aceptarse jurídicamente cuando se refiere a personas necesitadas, lo que daría paso a una obligación de asistencia o de alimentos. Que una persona, después de haber dedicado a sus hijos atenciones y desvelos durante media vida, de ayudarles en las necesidades de la niñez, sufrir las preocupaciones de la adolescencia, soportar los gastos y dedicación que requiere su formación integral, tenga, además, que dejarles forzosamente buena parte del resto que quede de su patrimonio, no es solidaridad, sino más bien inequidad. El parentesco, por sí solo, no puede constituir fundamento ético ni jurídico si no le acompaña una causa justa, como necesidades derivadas de la edad o de discapacidades.

Se dice también que las legítimas suponen un freno o cinturón de seguridad frente a decisiones «erróneas» o debidas a «influencias excesivas», considerando como tales las que desvían el patrimonio de su normal trayectoria familiar. Sin tener en cuenta que la limitación legitimaria es una injusta solución generalizadora, pues para evitar un comportamiento irregular excepcional resultan afectados todos los testadores. Y que los problemas de «voluntad extravagante», «testador vulnerable», «limitada autonomía de personas de avanzada edad», son problemas de capacidad o de voluntad viciada, y en base a ello tendrán que resolverse.

La legítima carece pues de fundamento y no sólo no cumple función social alguna, sino que se ha convertido en un grave escollo para el desarrollo libre e independiente de la persona en el momento más delicado de su vida, que es el de la vejez. En el que la libertad de disposición sí tiene una función primordial, que es subvenir a las atenciones que su vida reclama, sirviendo de substrato económico para que la persona pueda vivir plena y dignamente hasta el momento de su muerte.

Hoy, a causa de la pandemia que padecemos, se hace más visible la inconsistencia de la legítima, que constituye un obstáculo que impide al testador ejercer la equidad y su propia defensa frente a actitudes de hijos y nietos irresponsables y egoístas que les abandonan a su suerte o ponen en peligro su salud y su vida; lo que ha provocado que se acuda en una proporción creciente a la desheredación.

Pero la desheredación, además de que presupone el reconocimiento del infundado derecho a la legítima, da lugar al conflicto, pues la ley exige probar judicialmente una causa legalmente tasada y grave. Además, obliga al testador a justificar su decisión sacando a la luz intimidades y problemas; lo cual origina sufrimiento e inseguridad, que una norma justa debería evitar.

La solución de los problemas que plantea la legítima no puede remitirse a los tribunales, pues siempre será insegura y gravosa. Es el legislador el que debe tomar conciencia de los mismos y dictar las normas adecuadas. Al jurista compete señalar la insuficiencia o inadecuación de las leyes y proponer soluciones justas. Concretamente, en este caso, deberá denunciar que el sistema legitimario del Código civil no responde a las necesidades realmente sentidas por la sociedad y que su regulación es infundada, desequilibrada y, por lo tanto, injusta.

El Estado no puede suplir la voluntad del testador imponiendo cuál debe ser el reparto de sus bienes, pues sólo este puede conocer el comportamiento, aptitud y necesidades de sus sucesores. El legislador sólo debe asegurar que se cumpla el deber de alimentar, educar a los hijos y darles una formación integral, que no de enriquecerlos; y también el de ayudar a los padres que lo necesiten.

Es preciso, pues, actualizar nuestro sistema sucesorio, y elaborar una regulación que, sin olvidar las obligaciones derivados de la filiación y convivencia, establezca la libertad de disposición mortis causa.

Victorio Magariños es notario y académico.

(Enviado por José Antonio Sierra Lumbreras)