(Francisco Javier Zambrana Durán – Alhaurín de la Torre)

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El Sol penetraba por las ventanas de aquella casa. La mañana estaba comenzando a asemejarse a una más de verano, con los clásicos más de 30 grados de la zona mediterránea. Desde fuera, nada se podía oír, podían gritar, podían saltar por los aires todos y cada uno de ellos, que nadie iba a tener la más mínima idea de lo que había ocurrido. Todos los residentes del lugar siempre pensaron que esa casa seguía abandonada. Todos, menos él.

Alberto Frías era un investigador, doctorado en Historia del Arte Contemporáneo. Había recibido una serie de cartas cada mañana que se había levantado, siempre a la misma hora. Menuda coincidencia, solía decirse. Al principio, las abría y las leía, con curiosidad, creyéndose a la altura de los personajes de novela, queriendo experimentar nuevas sensaciones con esos dichosos textos que no sabía de dónde provenían. Claramente, sintió miedo cuando estas empezaron a describirle su actividad diaria, su quehacer constante en cada una de las mañanas que partía hacia la Universidad de Málaga para sentarse frente a sus alumnos y demostrarles su sabiduría. Tal era el grado de conocimiento de esas cartas que incluso sabían que estaba soltero.

Nunca pensó en descifrar absolutamente nada, sino que prefirió disfrutar de su lectura, cada uno de los jueves de esas semanas de verano, sin prisa alguna. La firmante, Wheti Huose, le pareció un nombre extraño, tanto que llegó a pensar que probablemente se trataba de una alumna de la Universidad que estaba buscando un aprobado. Actualmente, cualquiera puede hacer cualquier cosa, nunca podemos decir que estemos seguros de algo al cien por cien.

Sin embargo, al cabo de los días, la curiosidad le fue invadiendo, sobre todo en esa última carta que le fue enviada donde se le hablaba del número 23. No entendía por qué le había dicho que no olvidase esa cifra. ¿Acaso eran las horas de vida que le quedaban? ¿Los días? ¿Los años? ¿La edad de la chica? Era incomprensible.

 

  • Por supuesto, señor Lucas, lo tengo bien memorizado.

 

  • Dígame, ¿cuántas personas han pasado por esta casa? ¿Qué antigüedad podría tener este edificio?

 

  • Solo una familia. El edificio perteneció a los Jones, naturales de Inglaterra. Eran una familia de multimillonarios que buscaban un lugar en el que veranear en los años 50. La Costa del Sol les pareció uno de los mejores puntos de la geografía española, y por ello decidieron crear esta casa, ya que sus hijos…

 

  • ¿Y para qué querría tu padre averiguar dónde se encuentra la Piedra Angular? – la interrumpió David.

 

  • Señor, ¡yo solo sigo sus indicaciones! Como usted sabe al ser historiador, la Piedra Angular es el registro de la casa, y tal vez al encontrarla podríamos averiguar qué esconde esta propiedad. Déjeme decirle, y disculpe mis intervenciones tan exaltadas, que el cuerpo de mi padre no apareció jamás, y nadie tuvo idea alguna de su paradero. Si él me pidió que investigase sobre ello sería por algún motivo en concreto.

 

¿Por qué la Piedra Angular de esa maldita casa? Ernest Flavell, o como quisiera que se llamase aquel señor, tenía que tener un motivo para dejar una carta escrita, una carta que le permitiera llegar a alguien como yo al fondo de la cuestión. Como toda investigación, si uno tiene curiosidad, él es el que investiga. Jamás un sabio deja que otro ejecute lo que realmente desea conseguir por sus medios.

  • No se altere, señora. No hay problema alguno, y comprendo su situación – Lucas se sentó a su lado, queriendo calmarla, mientras que el mayordomo les miraba desde el otro lado de la sala con un gesto férreo que no variaba.

 

Perder a un miembro de la familia no es sencillo en ninguna circunstancia. Quizá, encontrar al asesino sería la forma más adecuada de terminar resolviendo este crucigrama que había empezado con unas simples cartas.

  • ¿Había investigado su padre sobre la causa?

 

  • Mi padre trabajaba a diario en demasiadas cosas. Algunas de ellas me las dejaba ver, pero otras siempre las mantenía guardadas, bajo llave. Tenía un cuarto en el sótano de la casa, un lugar donde pasaba la mayoría de su vida, sin temer absolutamente a nada. Pero mire, señor, yo no entiendo ni entenderé el porqué de hacerme enviarles cartas tanto a usted como al señor Livetsky, ustedes son profesores universitarios que no deberían estar ejercitando su tiempo libre en esta causa.

 

  • ¿Livetsky? ¿Marcel Livetsky? ¿Sabe usted que Marcel falleció hace dos años?

 

  • Mi padre no me dijo nada sobre ello, aunque sí me dejó una dirección perdida, una casa que ya no estaba en ese lugar, así que solía dejar las cartas en el buzón comunitario de aquel recinto de chalets adosados.

 

  • Espere, la carta decía que eran tres los elegidos. Si yo y Livetsky fuimos seleccionados, ¿quién fue el tercero?

 

  • El señor Frías, de la Universidad de Málaga, mi padre tenía depositado en él una confianza extrema, tan sumamente impresionante que llegó a permitirle analizar sus obras más cotizadas aquí mismo.

 

  • ¿Tiene un teléfono? Hay que llamar a Alberto ahora mismo. Él conocía a tu padre, tiene que saber quién era y por qué ha ocurrido todo esto.

 

 

Sentado en su pupitre, aquel donde amaba pasar hora tras hora, leía la segunda parte de Parque Jurásico, El Mundo Perdido, obra de Michael Crichton. Disfrutaba como un auténtico niño cuando podía volver a su pasado y rememorar los años de juventud sumergiéndose en las aventuras de Julio Verne. Como la pasada semana había rememorado todavía momentos mejores, viendo la película de Spielberg de nuevo, quería adentrarse en el mundo de los dinosaurios y descubrir una nueva historia sobre ellos. Pero el teléfono tuvo que sonar.

Con aire despreocupado se giró en su silla, descolgó el aparato negro, antiguo ya, pero que todavía servía para satisfacer esas necesidades básicas de un profesor de universidad.

  • Alberto Frías, dígame.

 

  • Deje lo que esté haciendo ahora mismo. Venga sin entretenerse a la casa blanca enorme del final de la avenida, la situada a la izquierda. Las cartas que ha estado recibiendo tienen un sentido.

Se hizo el silencio en su corazón y miró con añoranza su libro. Esa voz no podía ser de nadie más.

  • Perdone mis modales, soy David Lucas. Deje de leer lo que esté leyendo, corra.

Una obra de Francisco Javier Zambrana Durán. Pueden seguirme en mis redes sociales (@neyfranzambrana/Francisco Zambrana) o en mi blog de relatos.