¿QUIÉN ERES TÚ, DULCE PRESENCIA…?
“¿Quién eres Tú, dulce presencia, que me inundas e Iluminas los más oscuros rincones de mi alma?” (Edith Stein)

Filósofa judía, atea, muerta en las cámaras de gas de Auschwitz, en un largo peregrinar hacia la verdad que, al fin, encontró en la lectura de la autobiografía (“El Libro de su vida”) de Santa Teresa de Jesús, “¡Aquí está la verdad!”, exclamó, al terminar su lectura.
Hoy es Santa Teresa Benedicta de la Cruz, copatrona de Europa.
El Espíritu de Dios, simbolizado, a veces, en una paloma, se cernía sobre la superficie de las aguas, leemos en la Biblia, como incubando la creación, mientras las tinieblas cubrían la faz de la tierra.
Para creyentes y también para profanos en la materia, hay en los escritos de Santa Teresa de Jesús, de San Juan de la Cruz y hasta del mismo Don Quijote, de Cervantes, un hálito, cierta inspiración, que eleva el espíritu humano a sus más altas expresiones, liberándolo del peso y rémora de su envoltura material, sublimándola, intentando reconciliar lo que para San Pablo es irreconciliable: que “El espíritu lucha contra la carne y la carne contra el espíritu”.
También el Espíritu, al descender como Paloma y lenguas de fuego, incuba y calienta la creación del mundo espiritual. Y en todo ser infunde un soplo divino de vida. “Veni, Creator Spiritus”, “Ven, Espíritu Creador”, canta la Iglesia en su liturgia.
“Cuando venga Aquel, el Espíritu de verdad, que Yo os enviaré en mi nombre, os guiará hacia la verdad completa”, es la promesa de Jesús en su despedida. Ya lo dijo a Pilato: “Todo el que ama la verdad escucha mi voz”.
Edith Stein amaba la verdad y escuchó la voz del Espíritu. Pero no sabía explicarse su presencia. “Lo que nace de la carne, carne es; lo que nace del espíritu, es espíritu. No te maravilles de que te he dicho: Es preciso nacer de arriba. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo nacido del Espíritu”. Esto dijo Jesús conversando, de noche, con Nicodemo. Por eso, Edith Stein, se preguntaba, maravillada: “¿Quién eres Tú, dulce presencia, que me inundas e iluminas los más oscuros rincones de mi alma?”. Dulce presencia. “Dulcis hospes animae”, “Dulce huésped del alma”, confirma la Iglesia en su himno “Veni, Sancte Spiritus”, “Ven, Espíritu Santo”. “El Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros”, dice Jesús a sus discípulos, definiendo al “mundo” como opuesto al Espíritu, como “concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida”. No al mundo material, creación también del Espíritu, sino al “espíritu” materialista que quiere dominar al mundo.
El gran converso San Agustín cuenta, a su modo, la misma experiencia de Edith Stein: “A veces, me haces sentir una dulzura interior que, si fuera completa en mí, sería un no sé qué que no sería esta vida”. Y de tantos místicos de la Historia, entre los que destacan Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. El mismo Jesús se atrevió a decir a sus asombrados discípulos: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tendrá vida eterna”. Y, ante la incredulidad de los oyentes, insistió: “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”. “¡Dura es esta doctrina! ¿Quién puede oírla?” Y, diciendo esto, muchos dejaron de seguirle. Jesús les aclara, aunque ya nadie le oía.: “El espíritu es el que da vida. La carne para nada aprovecha. Las palabras que yo os he dicho son espíritu y son vida”. Era la locura. Comer su carne y beber su sangre. Antropofagia. Así lo entendieron o quisieron entenderlo. No entendieron el sentido espiritual de sus palabras. Y se dirige a los doce: “¿También vosotros queréis iros? – Señor ¿a dónde iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna”. El Espíritu habló por boca de Pedro.
¿A dónde, a quién iremos? ¡Cuántas almas sencillas, desconocidas, viven esa dulce presencia, de ese ser misterioso que los lleva a donde y a Quien les habla de vida eterna!
Gran parte del mundo “civilizado”, sobre todo Europa, ¿a dónde va? ¿a quién se dirige? Va perdiendo sus raíces cristianas; no sabe a dónde va. El profeta Isaías esperaba el paso prometido de Dios. Pasó el huracán; y en el huracán no estaba Dios. Pasó el torbellino; y en el torbellino no estaba Dios. Se dejó sentir una suave brisa; y en la suave brisa estaba Dios. El “mundo” espera el paso de su “Dios” y se precipita al abismo de la muerte sin sentido, y de la nada, arrastrado por el viento huracanado del relativismo, del nihilismo, del materialismo, del ateísmo militante, de la agresividad verbal y física que quiere barrer todo vestigio cristiano, mientras es sordo al suave soplo del Espíritu de amor y de paz de Jesucristo. Y vive un falso y desgarrado sentimiento de felicidad. Porque ahí, en ese viento huracanado, no está Dios.
Con la desaparición de los valores cristianos van desapareciendo hasta los valores humanos. Aumenta la agresividad, la violencia, de género y de toda violencia. El amor y el matrimonio son cosas de usar y tirar. El sexo, el poder, la ambición, el dinero y la persona como objeto de comercio y trato, el placer rápido e inmediato, caiga quien caiga, es la meta principal. Y el mundo se siente, engañándose a sí mismo con falsas alegrías, en la inmensa soledad de su tristeza. Y muchos que sí van oyendo la voz del Espíritu, se preguntan, maravillados: ¿Quién eres Tú, dulce presencia, que me inundas e iluminas los más oscuros rincones de mi alma? “Vosotros estaréis triste, mientras el mundo se reirá, pero volveré a veros y vuestra tristeza se convertirá en alegría, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría”. Promesa que vemos se cumple en la sonrisa y la alegría de los que siguen al Espíritu hasta dando su vida por amor.
Por ejemplo, nunca he visto una sonrisa y una alegría más grande que las de las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta que tomó su nombre de Teresa de Lisieux; y viven con los más pobres entre los pobres, y como ellos; y la alegría sobrenatural de Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), nombre tomado de Teresa de Jesús; y la alegría, hasta el éxtasis, de Teresa de Jesús.