El tiempo borra costumbres, pero no los nombres que el viento murmura entre cipreses y olas.

Hubo un tiempo en que el Día de los Difuntos era eso: un día de recogimiento, de pasos lentos y voces bajas, de familias que acudían juntas al cementerio con flores frescas y un respeto que no necesitaba recordatorios. Las manos se manchaban de tierra, los niños correteaban entre tumbas con una inocencia que no ofendía a nadie, y los mayores se detenían ante cada nombre como quien repasa una página de su propia historia.

Hoy, esa escena parece pertenecer a otro siglo. Las tradiciones se van volviendo octogenarias, cansadas, casi invisibles. La solemnidad se ha diluido entre disfraces de plástico, calabazas luminosas y fotografías subidas a redes sociales donde la muerte se disfraza de espectáculo. No es culpa de nadie —quizás del tiempo, o de nosotros, que lo dejamos correr—, pero cada año cuesta un poco más distinguir el silencio del ruido.

Los cementerios ya no huelen a crisantemo sino a olvido. Las lápidas se vuelven anónimas, y los nombres grabados empiezan a sonar extraños, como si hubieran pertenecido a otros. Y, sin embargo, hay algo que resiste: esa necesidad íntima de recordar, de poner flores, de mirar al cielo o al mar y decir en voz baja el nombre de quien ya no está.

No pretendo hacer burla de nada. Quienes me conocen saben que mi sarcasmo es solo una forma de no dejar que la nostalgia me ahogue. Si mi padre, mis abuelos o tantos amigos de infancia pudieran leerme, sé que sonreirían, porque entenderían que detrás de cada palabra hay respeto, cariño y una leve ironía que solo la vida enseña.

Hoy pienso en ellos, en quienes se fueron con la calma de los justos, y en cómo cada uno encontró su lugar: unos bajo tierra, otros entre las olas.
Porque el mar también es cementerio, aunque sin lápidas ni fechas. Allí, en la valla que mira al horizonte en el Morro de Málaga, reposan las cenizas de mi padre. A veces, cuando el viento sopla con esa mezcla de sal y recuerdo, me gusta creer que el mar me devuelve su voz, o al menos su silencio.

Tal vez las tradiciones cambien, tal vez olvidemos el camino de vuelta al cementerio, pero mientras quede alguien que recuerde, que diga su nombre o que mire al mar con gratitud, nadie se ha ido del todo.

Y así, entre tierra y espuma, seguimos honrando a los nuestros. Sin pompa, sin rito, pero con una certeza sencilla: que la memoria, igual que el mar, nunca deja de moverse.

Chico López