(Francisco Javier Zambrana Durán – Alhaurín de la Torre)

Capítulo 1

Me gustaba leer sus cartas. Las veía cada mañana, debajo de la puerta de hierro que tenía en mi casa, y, sin saber de dónde venían, las leía. Sabía todo lo que hacía, ya que siempre decía que me había visto el día anterior pasear cerca de ella. A juzgar por su letra, era chica. Marcaba todo con cuidado, sin olvidar ningún detalle, siempre con una escritura impoluta y exenta de faltas.

            A las 9 de la mañana, cuando bajaba a recoger el pan que había en mi puerta, llegaba la carta del día. Normalmente, eran los jueves cuando me las dejaba, pero en ocasiones los viernes se explayaba algo más en ausencia de la del jueves. Así llevaba unos 2 meses, desde abril del año 2005. Y así vivía yo, solo, sin compañía alguna más que mis libros, mis relatos y mi deporte diario.

            En ocasiones pensaba que ella podía ser él, es decir, que podía ser un hombre, pero rápidamente mi mente decidía desviarse hacia otro tema, pues perder tal ilusión podría causarle estragos. Siempre tuve bien presente que de los sueños vive el hombre, y lo cierto es que ser realista me alejaba bastante de ellos.

            Con total seguridad, sería capaz algún día de averiguar en qué momento me dejaba las cartas, y quién era ella. Me habría gustado que se identificase, pero nunca lo hacía. Firmaba como Wheti Huose, un nombre que jamás había podido asociar por mucho que lo examinase en Internet e intentase buscar parecido con otro en clave.

            Cada carta hablaba de la suerte que tenemos de vivir en este mundo, y de la posibilidad de que algún día pudiésemos vernos y entablar conversación, ya que ella también vivía sola. Imagino que sentiría la necesidad de tener un hombre a su lado, pues vivir en una casa de esta envergadura como las que se habían construido en la urbanización debía ser un tanto peligroso. Según me contaba, desde hacía tiempo se había fijado en mí y en dónde vivía, pero no había querido llamar a mi puerta, considerando que sería más interesante y entrañable que solo hablásemos por cartas, y que, si algún día la encontraba, jamás llamara a su casa.

            Esto me trajo reflexiones, y en varias ocasiones fui incapaz de pegar ojo. Las noches se me hacían largas pensando en que tal vez pudiera ser un ladrón que esperaba que saliera en su búsqueda y dejase mi casa libre para que entrase. Sin embargo, como cuando pensaba que era un hombre, deseché esa opción, pues en este siglo XXI siempre es más adecuado pensar en que todavía queda romanticismo en las personas.

            El miedo no llegó hasta bien entrado el verano. Una mañana de agosto me desperté y escuché aporrear la puerta. Cuando bajé, tan solo estaba la carta. Ese día era domingo, por lo que no tocaba ningún tipo de escrito según había marcado la norma durante los pasados 8 meses. La abrí y la leí, atentamente.

‘‘Sé que es domingo, mi querido compañero, pero me veo obligado a escribirte. Llevas una serie de meses recibiendo mis cartas, y desearía que no terminase nada de ello, me llena muchísimo poder tener un amigo imaginario que me lea al menos. No me gustaría que supieras dónde me alojo, dado que entonces tendríamos que conocernos y esta magia se perdería, pero lo que sí quiero es que recuerdes algo muy importante, algo tan importante como es este número 23.

            Algún día sabrás por lo que te lo digo. De momento, me alegro de poder seguir comunicándome.

Te quiere. Wheti Huose.’’

No sabía a qué se debía todo ello, pero por un instante pensé que estaba en peligro, que nadie podría salvarme de aquello. Quién era aquella mujer. Qué me quería decir. Qué estaba pasando en mi tranquila vida.

Tenía que averiguarlo.

Me empeñé en intentar descifrar qué es lo que quería, y así pasé varias noches cuando llegaba del trabajo. Después de un día más que ajetreado me disponía a leer paso a paso cada una de las cartas, las cuales no me otorgaban mayor información que aquellas veces que me había, lo que me había visto hacer, o cómo me veía desde lejos. Probablemente, alguien hubiera pensado que estaba perdido con la causa, o, mejor dicho, obsesionado, pero yo creía firmemente que aquellas cartas debían tener un significado distinto, especial, sincero y determinado.

            A causa de ello, introduje en Internet varias combinaciones. Busqué el número 23 y su simbología. Tenía que deberse a algo su aparición. Encontré que podía estar relacionado con una profecía ciertamente complicada de comprender. La historia provenía desde hacía siglos, y era más que escalofriante. El número 23 se compone de dos cifras, las cuales pueden sumarse y dar el resultado de 5, multiplicarse y dar el resultado de 6, o dividirse y dar el 0’666 periódico: el Número de la Bestia. El número 23 es el símbolo de los 23rdians, una sociedad que cree en este número como si de una religión se tratase. El número 23 es interminable, pero debía existir una respuesta.

            Tenía que existir una relación con la cifra, una que me diera las respuestas a tantos meses de cartas sin sentido. Como profesor de Universidad tenía un conocimiento de la mayoría de ramas, pero no de lo que se saliera de las letras, las cuales eran mi especialidad. Me gustaban estas curiosidades, sin embargo nunca me había ocurrido nada parecido. El caso es que no sentí miedo, sino todo lo contrario.

            Por ello combiné y busqué todo 23 que existiera en los gestos que me había dejado mi mensajera. Eran dos los que había podido encontrar hasta el momento. Las cartas poseían 23 líneas, cada una de ellas tenía 23 palabras, perfectamente ordenadas y sin importar su alineación con respecto a los márgenes, pues en ocasiones se pasaban de la distancia límite. Mi sorpresa llegó en el tercero de todos, el cual pude averiguar al consultar una página web que hablaba sobre el número. La Bomba de Hiroshima se lanzó a las 8:15 de la mañana, cifras que, sumadas, daban el resultado de 23.

            El jueves siguiente a mi investigación me asomé a la ventana durante toda una hora, y, entonces, vi pasar a una chica en bicicleta. Era rubia, con aspecto joven. Portaba una gorra y gafas de sol. Tardó unos segundos en realizar su cometido, pero fueron suficientes para identificarla. La había visto antes, paseando a lo lejos por la avenida. Eran las 8:15 en punto. Creo que no podía ser una coincidencia.


Una obra de Francisco Javier Zambrana Durán. Pueden seguirme en mis redes sociales (@neyfranzambrana/Francisco Zambrana) o en mi blog de relatos.