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(Luz de la Puente) Érase una vez un niño que se enamoró de algo inalcanzable: una estrella. Era muy pequeño cuando descubrió que siempre estaba en su ventana durante la noche, ahuyentando los monstruos que salían del armario, que hurgaban bajo su cama o que, descarados, asomaban al quicio de su puerta. Esa estrella iluminaba sus noches más negras, le miraba fijamente  y en sus destellos adivinaba una sonrisa.

También estuvo presente en su primer beso, titilando al compás de los grillos de verano, guiñándole un ojo cuando él, en medio del beso, abrió uno de los suyos, vergonzoso, para ver si miraba. Las noches que prometían lluvia, la echaba de menos, y la imaginaba en las ventanas de otros niños y, celoso, se dormía a regañadientes.

Tanto soñaba con ella, que tomó una firme determinación: ir a buscarla. Haría todo lo que pudiera para lograrlo. Decidió primero saber de ella y después encontrarla. Estudió con ahínco, casi con ansia, cada día, cada noche… La estrella parecía estar contenta por la decisión, porque con su luz, le ayudaba a estudiar entre las sábanas. Cada día la quería más. Le enseñaba sus notas, contaba sus inquietudes al aire, la paloma mensajera entre él y la estrella, también sus alegrías que iban creciendo con él. Su sueño también crecía, nunca mermó, ni siquiera cuando supo que el nombre de su estrella era Z5849YAlfa y comprendió que tendría que inventarse un mote cariñoso para ella.

El niño se hizo adulto al amparo de su brillo, y llegó a convertirse primero en astrofísico y después en astronauta. Ya estaba preparado para su búsqueda. El primer viaje fue decepcionante, apenas pudo acercarse a ella, apenas vio que su luz se hiciese más grande, a medida que se alejaba de la Tierra. No le importó, nada acabaría con su sueño.

Sus misiones cada vez eran más lejanas, cada vez pasaba más tiempo fuera del planeta. En su camino descubrió grandes maravillas, nebulosas de nácar, planetas verdes, cunas de estrellas, caminos estelares, meteoritos habitados por duendes, estrellas rellenas de polvo de hadas, astronautas errantes, una rosa solitaria en un minúsculo planeta…

Los años pasaban y la estrella seguía aún muy lejos. Sus misiones poblaban los sueños y la admiración de niños, de adultos, de soñadores compulsivos, de magos de a pie. De repente, un día, el ordenador de a bordo con su voz que sonaba a prodigio esperado, le informó.

-Próximo destino: Z5849Y alfa.

Se volvió hacia la inmensa cristalera frontal de la nave. El asombro y la emoción transformaron su rostro, y sus pupilas, al fin, se convirtieron en brillo de estrella. Prudentemente, y casi de forma reverente, se acercó todo lo que pudo. Tuvo con ella charlas de enamorados, a base de estudios e investigaciones, haciendo que le contara poco a poco todos sus secretos, descubriendo su sagrada esencia, su alma celeste.

Cuando llegó el momento de partir, no tuvo que despedirse. No era necesario, sólo se aproximó al cristal, besó su superficie tibia y le dio las gracias. Volvió hacia la tierra y aunque cada vez se alejaba más de Z5849Y alfa, en realidad no sintió que fuese así. Siempre estaría con él, como cuando ahuyentaba sus fantasmas o iluminaba sus sueños; al fin y al cabo, sólo tenía que buscarla en el cielo para enamorarse aún más de ella…  y de su propia vida.